Las ventanas resbaladizas de Amsterdam.
El aire que entra en sus pulmones y es expulsado por una boca huérfana de dientes, de una manera sublime, hacia esa trompeta del siglo pasado, melancólica y adicta, arrugada y talentosa, hace que la noche parezca el comienzo de una película de Woody Allen. Estamos en un club de Amsterdam y huele a cerveza fermentada, hay copas vacías en la barra, cigarros humeantes sostenidos por mujeres sin marido, camareros cansados, hombres con sombrero en el perchero, cuadros de antiguos músicos en éxtasis, y un tremendo cuarteto de Jazz al fondo del local. Todo es oscuro menos la música que se pasea a diferentes tiempos entre la niebla, desabrochando botones, poniendo la piel de gallina, consumiendo los cigarros. El pianista es elegante, el único sobrio de los cuatro, acaricia el marfil con una cadencia pausada, mueve los hombros irregulares y su zapato derecho, brillante como ninguno, no para de pisar la alfombra al ritmo de la música. El batería es un tipo delgado y negro, casi