Las ventanas resbaladizas de Amsterdam.


El aire que entra en sus pulmones y es expulsado por una boca huérfana de dientes, de una manera sublime, hacia esa trompeta del siglo pasado, melancólica y adicta, arrugada y talentosa, hace que la noche parezca el comienzo de una película de Woody Allen. 

Estamos en un club de Amsterdam y huele a cerveza fermentada, hay copas vacías en la barra, cigarros humeantes sostenidos por mujeres sin marido, camareros cansados, hombres con sombrero en el perchero, cuadros de antiguos músicos en éxtasis, y un tremendo cuarteto de Jazz al fondo del local. Todo es oscuro menos la música que se pasea a diferentes tiempos entre la niebla, desabrochando botones, poniendo la piel de gallina, consumiendo los cigarros. 
El pianista es elegante, el único sobrio de los cuatro, acaricia el marfil con una cadencia pausada, mueve los hombros irregulares y su zapato derecho, brillante como ninguno, no para de pisar la alfombra al ritmo de la música. El batería es un tipo delgado y negro, casi consumido, parece poseído por algún espíritu maligno, sus baquetas suben y bajan, golpeando adictamente los timbales, el plato, los platillos. El contrabajista lleva barba y también es negro, sus dedos son largos y nerviosos, se mueven por las cuatro cuerdas como gatos eléctricos, toca de pie y pone caras raras en cada arpegio. A la trompeta Chet Baker, con gafas de sol, demacrado e inquieto, repeinado, más flaco que de costumbre. Hincha sus escasos carrillos y hunde los pistones con dedos de toxicómano, resulta casi imposible que un esqueleto desdentado pueda realizar una música tan rotunda. 

Dicen que le sacaron los dientes en un ajuste de cuentas, susurra un tipo que con un gesto hace que el camarero rellene su copa de whiskey. Yo he oído que le pegaron entre cinco a la salida de un bar, interfiere un hombre gordo acodado por ebriedad en la barra. Callaros de una vez, exige una rubia embelesada por la belleza musical y terrenal del trompetista. 

La verdad es que Chet ha sido un diablo con cara de ángel. Conoce las cárceles de América y Europa, es drogadicto y mujeriego, debe dinero a usureros de barrios peligrosos, pero su música eclipsa todo lo demás, con ella ha recorrido buena parte del mundo hasta llegar a este antro de Amsterdam. 
La vida para un artista como él no es fácil, las adicciones son poco menos que incurables, conseguir droga en estos malditos 80 es demasiado sencillo, no hay esquina de cualquier extrarradio de cualquier ciudad en la que no haya alguien sospechoso dispuesto a venderte heroína. Y las mujeres, su otra gran debilidad aparte de los coches rojos y veloces, todas quieren estar con él, cuenta con tres esposas y varias amantes, ninguna sabe de la existencia de las otras pero recelan bastante. A Chet no le importa, las ama a todas por igual, lo único que está por encima de estas adicciones es el jazz. 

La última nota sale larga a través de su trompeta, cierra los ojos mientras el foco de luz se apaga en torno a sus arrugas. El aplauso es atronador. Chet guarda su ensalivado talento en un estuche de terciopelo, apura su cerveza y sale a la calle furtivo, sin despedirse, renegando del vacuo elogio. La noche primaveral lo acoge sin remilgos, las aceras están vacías, debe ser tarde, pesadas bicicletas duermen apoyadas sobre las barandillas, cuando unos tacones se acercan clandestinos por la espalda del músico. La rubia que embelesada mandaba callar los cuchicheos de los borrachos ofrece su compañía al trompetista, que agradece tocándose el borde de su sombrero nocturno. Juntos entran al hotel, y ya en la habitación beben tequila y ginebra, Chet desenvuelve una bolita de papel metal, fuman, quizás hacen el amor. Antes de amanecer ella se despierta en una cama extraña y ve a su amante pasajero trepado al alféizar de la ventana, en la última postal con vida que dejó el músico. Chet resbaló, o se lanzó, quién sabe, al vacío del crepúsculo estampándose contra un coche rojo, tiñéndolo de más rojo, mientras una rubia gritaba desde la ventana resbaladiza del suicida. Sus dos grandes amores, los coches y las mujeres, condensados en una muerte absurda y patética. 

Escribo esto mientras la trompeta inmortal de Chet Baker suena en la habitación haciendo eco en los pasillos. Un relato a medias inventado, a medias verídico; es cierto que resbaló en una ventana de Amsterdam, muriendo en el acto, pero su último concierto no lo dio allí, sino en Alemania, el penúltimo fue en Madrid, pero a quién le importa, ¿verdad? Su vida rebosa leyenda y exceso, como muchos genios del jazz, casi todos olvidados. Me pregunto si alguien encontrará a Chet Baker leyendo este relato, si algún alma caritativa escuchará My funny Valentine después de salir de aquí. Ay, querido Chet, creo que mi letra no llega a tanto. 


        Marcos H. Herrero. 


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