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Mostrando entradas de diciembre, 2017

Balance y deseos para el año nuevo.

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Hacer balance de año cuesta, escribir unos deseos casi imposibles para el nuevo año cuesta aún más. Será, porque, aunque me cueste reconocerlo, este 17 no ha ido tan mal. Hubo bailes y madrugadas de confeti, libros que hablan del mar y sus secretos, de crímenes y planetas lejanos, cines con olor a palomitas quemadas y Coca-Cola fría. Por una vez la primavera vino de la mano de un gordo borracho llamado Botticelli, y el invierno llegó sobre la luz blanquecina de Vermeer. La resaca no dolió tanto, ni las lágrimas irremediablemente derramadas, ni los bofetones de la chica que no aguanta un piropo soez. Existieron versos que te hicieron pensar, cien páginas que me dan miedo. Desde luego, escribí menos de lo quisiera, la vida convertida en esfuerzo constante. Dormí poco, pero dormí contigo. Soñé poco, pero soñé contigo. Hasta le di una patada en el culo a peripatéticos de pelo artificial. Y después de esto a uno le da por escribir unos deseos en ese plural de modestia que tanto me gus

De mi insoportable vecino a Mozart.

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Llevo desde hace unas semanas escuchando un ruido en el salón de mi casa. Me pongo a escribir y ahí está, un ruido largo, lejano, desagradable, a ratos como si alguien cortara con tenaza las cuerdas de un violín, a ratos como un silbato incesante y desafinado. Se detiene, alguien dice algo, una aprobación quizá, y continúa con su monserga delirante y machacona. Yo pierdo la concentración, maldigo, blasfemo. Y así todas las tardes, incluso algunas noches, el ruido indescifrable a punto está de meterse conmigo en la cama. ¿De dónde coño sale esa melodía de película de serie Z, me estaré volviendo loco? El misterio se resolvió, como algunos crímenes, en un ascensor. Una mañana, mientras yo bajaba a comprar el pan, uno de los vecinos del piso de abajo me dijo, “¿No te molestaré con mi música? Es que estoy aprendiendo a tocar el violín”. Con que eres tú el desgraciado que quiebra mi concentración, maldito hijo de puta sin talento. “No, no me molestas”, le dije mirando la pequeña pant

El paso del menesteroso.

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Para Antonio Jesús Escribano Rangel, por acompañarme desde un verano de balcón y chiringuito, hasta este otoño de cambios y amargura.  Pasé por un edificio lleno de mugre y paredes desconchadas, donde antaño vivieron escritores y poetas, todos genios, todos suicidas. Rellanos de hoteles atroces donde las putas consuelan a padres de familia.  Dormí desarropado en camas de seda, con musas de sueño largo y dulce, también en la tierra de un monte que ardía, y en la estación, y debajo de algún puente que no me atrevo a recordar.  Mi cazadora negra de cremalleras metálicas y agujeros de bala me resguardó del frío y de la lluvia en ciudades norteñas, de mar embravecido.  Comí lentejas de puchero en pensiones baratas mientras protegía de la fiebre a una princesa descuidada.  Suspiré en las ruinas de ciudades antiguas, la gloria de sus emperadores muertos vuelta estatua ecuestre adornada de desperdicios de paloma.    Me enamoré de niñas ingenuas encerradas en la torre de