Paseos por Florencia.
La inspiración reposa en la tumba de los artistas. El síndrome de Stendhal es una escalera estrecha, sudorosa y caleidoscópica que nunca acaba. Los tejados bermejos y vetustos que ofrece el vértigo de Brunelleschi. Las contraventanas abiertas al calor seco y alfombrado de una calle mal empedrada, por la que pasa un cojo limosnero toreando el ansioso pitido de los coches eléctricos. Y los cristianos con sus espadas relucientes al sol, rezando una letanía falsa e inmodesta. Y los moros vendiendo baratijas luminosas y voladoras, surtiendo de cerveza fría a los borrachos como yo. La niebla de incienso que sale de los templos y adormece al camarero que dispensa helados de colores. María Magdalena entra repintada en la tabaccheria dispuesta a envilecer de humo a sus amantes. Las palomas se alimentan de los bordes de las pizzas que los turistas tiran al suelo mientras hacen una cola más larga que la infumable comedia que hiz