OJALÁ NO ME CONVIERTA EN ÉL.





 El reloj marcaba las seis de la tarde cuando lo vi. Yo pasaba por uno de esos pueblos perdidos de Castilla, un pueblo con ruinas de monasterio, casas bajas y campanario medieval. Él estaba con sus amigos, las bicicletas apoyadas en la pared. Habían venido porque los rumores decían que las chavalas de aquí eran más liberales; siempre ocurre, las chicas que nos gustan están en el pueblo o la clase de al lado, por lo exótico supongo, o porque estamos hartos de ver la trenza de nuestra compañera de pupitre. El caso es que él ha salvado esos nueve kilómetros que separan el cielo y la tierra con su bicicleta blanca de propaganda, que a todo el mundo llama la atención, y está en territorio desconocido como un explorador en busca de tesoros polvorientos. Nadie sabe que están aquí, y la primera persona que encuentran es el cura del pueblo, al que saludan con un respeto antiguo. Mañana el cura, como buen acusador, pregonará en el pueblo que los chavales fueron en bicicleta al pueblo de al lado, aunque eso le da igual, quiere aventura, los castigos vendrán en el futuro pero él no conoce la palabra porvenir. Ojalá pudiera bajar de este estúpido coche y decirle que se proteja, que la navaja del mañana está a la vuelta de la esquina, pero nos separan años de distancia. Por sus ropas y porque no hay cables de internet en las fachadas de las casas, yo diría que él camina por el año 2001, tampoco llevan móviles con cámara en los bolsillos, no quedará ningún recuerdo de esta historia, se la contarán a sus amigos durante el resto del verano, con diferentes matices, quitando o añadiendo misterios, y cada cual la escuchará atento, creyendo cada palabra, riéndose o sorprendiéndose a medida que el narrador lo precise. Puedo vislumbrar el año porque él es feliz y no lo sabe, tiene casi de todo, palabras y personas que irá perdiendo a lo largo del tiempo, pero qué importa eso ahora, hemos venido a divertirnos. 


Llegan a la única peña del pueblo, un lugar diáfano con mesas en rededor que sostienen vasos de plástico. Hay chicas venidas desde diferentes puntos del país, todas con sus acentos característicos y sus vestidos de colores, bailan encima de cajas vacías de Coca-Cola, él no sabe muy bien qué hacer, alguien le pasa un vaso de calimocho y al meter la nariz siente un olor dulce y fuerte, agrio por momentos, han cargado demasiado la bebida. Sus amigos van agenciándose a las bailarinas, para mí la del vestido rojo, yo le voy a entrar a la de verde. Ellas danzan sin percatarse de los forasteros que han entrado en el local. No sé qué está pensando, sujeta la bebida con ademanes misteriosos, haciéndose el adulto tal vez, más parecido a las mesas de su alrededor que a él mismo. Yo lo veía a través de una ventana de cristal empañado, él no podía verme, si lo hiciera desaparecería. Pasado un tiempo, no sabría precisar, uno de sus amigos propone irse de allí a ver el pueblo. Esto es un aburrimiento, las chicas no nos hacen ni caso. Así que cogen sus bicis y desembocan directos en las ruinas del monasterio. El más atrevido (ya hablé de él en otra entrada que nadie recuerda), abre los postigos de una ventana y todos saltan hacia adentro. No sé lo que pasaría pero a los dos minutos salieron disparados por la misma ventana, jadeantes, sudorosos, como si hubieran visto un fantasma. Agarraron sus bicicletas y volvieron al pueblo donde les esperaba una familia con la mesa puesta. Fue entonces cuando lo perdí de vista. Continué mi camino mientras él regresaba a su casa atravesando los campos de un tiempo en el que era más feliz molestando a los espectros de un monasterio que ligando con chicas más allá de la frontera. La vida era eso: dormir a la orilla del río, empaparte con el agua del caño, ser dueño de un cielo estrellado, subir al árbol más alto, faltar a misa, tirar una piedra. Hoy vivo en el lugar más alejado de esos detalles que son la vida y él cuenta historias de terror a los amigos del pueblo, esos amigos que cree inseparables. Vimos un fantasma en un coche futurista, se nos quedó mirando con cara de gilipollas, dirá mientras piensa: Ojalá no me convierta en él. 


          Marcos H. Herrero.

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