SOBRE LA HOJALATA.



Una vez gané un trofeo. Fue jugando al fútbol, fue haciendo trampas. Tenía 12 años y mi equipo quedó tercero en un torneo que organizaba una caja de ahorros. No fui muy buen jugador la verdad, era, soy, demasiado competitivo para esas cosas. Puede parecer mentira después de tantas derrotas, pero odio perder, me recorre una electricidad brumosa por la espalda cada vez que pierdo, ya sea jugando una partida de ajedrez o en algún deporte donde no hay nada en juego, que me recuerda que la mediocridad está aquí.
El día que acabó el torneo pusieron a todos los equipos en un pabellón para entregarnos una recompensa. Los padres estaban en las gradas animando a sus hijos, no había demasiada vanagloria entre ellos, los más pudientes hacían fotos a sus hijos con cámaras rudimentarias. Como mi equipo quedó tercero no hubo medallas individuales pero sí un trofeo pequeño que el entrenador decidió sortear entre los jugadores. El método elegido fue el siguiente. Hacer catorce papelitos, uno de los cuales llevaba escrita la palabra trofeo, el que diera con él se quedaba el premio.
Empezaron por mí para elegir papel porque andaba por ahí despistado mirándolo todo. El entrenador se acercó con un montón de papeles diminutos entre las manos ahuecadas. El único papel que acogía la tinta azul con la palabra trofeo sobresalía un poco del resto. Ni que decir tiene, cogí el papel ganador.

Mis nervios empezaron a moverse al son de una risa floja, como de loco amedrentado, que me entró al ver las caras de esperanza de mis compañeros. Yo sabía quien iba a ganar. Cuando el entrenador nos dio la orden de abrir la papeleta puse mi mejor cara de ganador despistado. Creo que eso me delató (nunca he sabido poner cara de victoria), porque mis decepcionados compañeros se confabularon contra mí, y enseguida desenmascararon la trampa. Ante tanto empeño (ya casi rozaba el trofeo con mis manos), el entrenador optó por repetir el sorteo, esta vez con los papelitos metidos en una bolsa opaca. Se repitió el certamen y ni que decir tiene, elegí el que tenia el premio.
Pero, ¿cómo lo hiciste? Vaya suerte.
No, no fue suerte, estoy hablando de trampas, déjame hablar.
Mi jugada maestra fue la siguiente. Al ver a mis compañeros promulgar el amaño doblé el papel ganador tres veces antes de meterlo en la bolsa que iba a sentenciar un juego limpio. Cuando comenzó el segundo sorteo, otra vez por mí, sólo tuve que coger en la oscuridad de la bolsa el único papel que estaba doblado a mi manera. “Era suyo desde un principio”, dijo el entrenador con las ganas de llevarse el trofeo en un papel en blanco. Mis compañeros me miraban con resignación, como si el destino me hubiera escogido para tener el dichoso trofeo. Yo, el desobediente, el que no acudía a los entrenos, el chupón, el que fallaba los penalties, se llevaba el trofeo del campeonato, y haciendo trampas, bueno, eso último no lo sabían.
Mi madre, henchida de orgullo, y yo salimos a la noche para festejarlo. Recuerdo que ella rió mucho cuando le conté el modo en el que había conseguido el trofeo. El resto de papás regresaban a casa decepcionados, con las manos vacías y en silencio, y nosotros riendo en medio de la calle. Los menesterosos, los que no deberían tener nada tenían un trofeo en la mano.
Cuando llegué a casa lo puse en una de las estanterías de la habitación y allí continúa cogiendo polvo, esa figura deforme que quiere parecer un jugador de fútbol. A veces lo miro y me recuerda que una vez gané algo, nunca más he vuelto a ganar nada en la vida, o a tener la oportunidad de hacer trampa para ganar algo.

Buena historia, pero, ¿para qué carajo cuentas esto?

No sé, me aburro y hace frío. Llueve y quería evocar aquella vez que le gané la partida a los niños ricos del colegio salesiano.

Si la gente del común tuviera que escribir una historia cada vez que gana una medallita no habría blogs peripatéticos en internet para cubrir tanto triunfo.

Lo sé, hoy cubren de optimismo a cualquier mediocre, parece que no eres nadie si no tienes un trozo de hojalata colgando de la estantería del salón. Entras en la casa de un desconocido y enseguida le da por enseñarte medallas, fotos y trofeos varios. “Esta medalla es del campeonato del universo, soy el mejor en mi modalidad” dice el hinchado ofreciéndote oropel. “¿Contra qué o cuántos competiste?”, pregunta capciosa donde las haya, llegados a este punto recomiendo al lector no hacer preguntas, es mejor felicitar al crédulo y a otra cosa. Entonces responden, defienden su honor plasmado en una galleta oxidable “tres personas, contando conmigo, pero eran muy buenos”, a lo que yo contesto “ah, entonces si me presentara yo a la competición, sin tener ni idea, mínimo quedaría tercero del universo”. Aquí ya la cosa se pone tensa, contradecir lo que tiene inscrito una medalla es complicado. El acusado saldrá por peteneras; que si hay que estar federado, que el torneo es muy exigente, que el competidor por Júpiter era de lo mejorcito, que si un entrenamiento adecuado, en fin, en esos momentos a mí me da por pensar en mi trofeo, luciendo en la estantería endeble de una habitación que ya no visito, al lado de fotos antiguas, de cuando era feliz, cogiendo polvo y ganado de la peor manera posible. Definitivamente, uno no es nadie.

     Marcos H. Herrero

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