DESCONOCIDO.



El otro día lo vi, conducía un coche blanco y deportivo, los últimos rayos de la tarde explotaban en la refulgente carrocería. Paró cerca de mí al verme. ¿Subes? Lleva la ventanilla bajada, el cenicero lleno de colillas. Una vez dentro me ofrece un cigarrillo. Gracias, no fumo. Tiene el pelo engominado, viste una gabardina negra, de cuero, los puños de la camisa asoman por la manga, son blancos, como el coche. Fachada oscura, cándido interior. La música hace retumbar el espejo retrovisor como un pequeño terremoto sinfónico. La gente mira cuando pasa por cualquier calle. Él no hace caso. Hay una guitarra en el asiento de atrás, está aprendiendo solo, dice, le gustaría tocar algún día, dedicarle canciones a la chica que le gusta. Cuando para en los semáforos tamborilea el salpicadero al ritmo de un flamenco que habla de suspiros. Canta por lo bajini. Huele a libertad, ese aroma a despreocupación e irresponsabilidad. Ha quedado con sus amigos para emborracharse y reír. Le gusta bailar en las discotecas, taconear el suelo con torpeza, con los zapatos limpios. Sobre las tres de la mañana se encontrará con su chica en la oscuridad de un garito sórdido, entonces dejará de fumar, a ella no le gusta, sus amigos harán lo mismo, nada de humo entre ellos. Esos son sus planes de futuro, tocar la guitarra, bailar, emborracharse hasta que el amor, o lo que él cree que es amor le muestre la salida de emergencia del último bar que queda abierto. Yo lo admiro pero no se lo digo, la envidia quizá. Me deja en una acera de la ciudad que no conozco, todo me parece extraño. Cuídate, dice. Y se desvanece al comienzo de la noche con el humo de los coches, con el humo de lo que se fue y jamás retornará.


   Marcos H. Herrero.

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