CERVANTES BIEN VALE UNA MISA.




Hay una pareja esperando en la puerta de una iglesia, son las nueve de la mañana y no abren. Él lleva una mochila medio vacía, ella tiene el pelo recogido. Están impacientes y hace frío. La noche anterior compraron un libro de segunda mano en la librería de enfrente, esas librerías antiguas, familiares, de dos pisos, donde hay que llamar a un timbre antes de entrar. La pareja entró sorprendida, mirándolo todo como dos pueblerinos en su luna de miel. Al ir a pagar él preguntó, ¿Sería posible ver la tumba de Cervantes? Abren cuando quieren, pasaros en horario de misa pero es muy difícil, contestó el librero harto, supongo, de responder a la misma pregunta todos los días. Regresaron al hotel mirando el nombre de las calles, las placas de los edificios, las letras en el suelo, con la intención de madrugar, Cervantes bien vale una misa. 
Ahora él está llamando al timbre del convento, por la puerta sale un tipo gordo diciéndole a los que parecen sus padres que se apresuren, que ha quedado con Albert Rivera. Políticos de tercera división. Por fin, una voz de monja vieja al otro lado del telefonillo le dice que han llegado tarde, que la misa ya se celebró. Mañana sobre las 9 habrá otra misa. Muchas gracias. 
Decepcionados huyen de allí (calle Lope de Vega) hacia el enemigo de Cervantes, museo Lope de Vega (calle Cervantes, si me preguntan diré que eso es Poesía), donde les dicen que las visitas están llenas, que deberían haber reservado antes. Maldiciendo bajan la calle para hacer cola en el Museo Del Prado. Entre los cuadros de Rubens ven a Antonio Muñoz Molina, se emocionan, le miran sin delicadeza, no le dicen nada. Semanas más tarde él escribirá unas palabras sobre su cobardía en ese encuentro furtivo que colgará en un blog vacío de visitas. Después se pierden por Malasaña, emborrachándose en cada bar. Acaban en un cine viendo Roma. 
Al día siguiente, entre resaca y desapego, consiguen entrar en la iglesia, una mujer con cara de mala hostia les abre la puerta, ni siquiera les saluda. Ellos entran temerosos, refugiándose del frío, con las manos en los bolsillos. La iglesia está vacía y la mujer arisca enciende velas en el altar. En la parte izquierda, nada más entrar hay una placa de mármol que dice: 

          Yace aquí 
Miguel de Cervantes Saavedra
          1547 - 1616


“El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan,
 y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir”
 Los trabajos de Persiles y Segismunda. 

Una bandera de España, una corona de laureles del ejército de tierra, nada más. Las monjitas cantan en su clausura y dos asistentes más entran a fotografiar el mármol, su presencia es fugaz. Antes del comienzo del ritual la pareja escapa hacia la noche de invierno, cansados de las trabas a la cultura, de la indiferencia que pesa sobre Cervantes, de las miradas asesinas de la guardesa de una iglesia donde dicen que están los huesos del mayor escritor de todos los tiempos. 

¡Ay don Miguel, cuánto se reiría usted viéndonos ahora! De nuestra falta de cultura, de los debates electorales, de los episodios de Juego de Tronos, de nuestros políticos que nunca saldrán del cargo como salió Sancho de gobernar la ínsula Barataria, de lo poco que leemos, de su tumba poco visitada y mal guardada, de nuestro odio que sigue siendo el mismo que cuando usted murió. “Y con todo esto llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir”. Vale.

    Marcos H. Herrero

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