El día que vi a AMM.



Paseaba yo un sábado por el Prado, con mi boca abierta de pueblerino, con una lágrima tonta en el ojal, maravillándome por todo, emocionado y sonriente, respirando el aire más puro que existe, como diría Dalí, el aire de las Meninas. Cuando en una sala manierista vi una figura de aspecto reconocible. Un hombre con pinta de profesor de instituto que pasaba desapercibido entre el gentío que sólo quiere fotografiar cuadros famosos. Lo vi, pasó a mi lado, era él. Me sorprendió su estatura, igual de alto que yo, siempre lo pensé un pelín más bajo. Vestía pantalón ocre, zapatos gastados, abrigo de un granate cansado con toques brillantes, el cuello de la camisa blanca le asomaba por encima de un jersey gris. Llevaba una mochila en bandolera, llena, supongo, de fútil propaganda, de lápices diminutos, de hojas escritas con las más hermosas palabras. Las manos me empezaron a temblar en los bolsillos de mi agujereado pantalón. Nadie excepto yo reparaba en su presencia. Esperaba, no sé, que la gente lo parara a cada momento para pedirle autógrafos, que lo vitorearan, que al menos se fijaran en él, pero no, era uno más entre el tumulto mirando a través de sus gafas redondas un caballo de Rubens, un pliegue rojizo del Greco, una cabeza cortada por un David imberbe.

Tan sólo unos ojos molestaban su concentración, los míos.

La tarde anterior yo había terminado su último libro y soñaba con parecerme a él, unas horas después el hombre que escribió Ventanas de Manhattan, La noche de los tiempos o Todo lo que era sólido, pasaba delante de mi cara de asombro, compartiendo el aire más puro que existe conmigo. No me lo podía creer. Debía de tener tanta cara de gilipollas que al pasar de un cuadro a otro su mirada se posó en mí. Yo bajé la cabeza Ipso Facto, ruborizado, vergonzoso, casi al borde del infarto. Estar al lado de tu ídolo, de alguien que admiras, es una palpitación irresoluble que paraliza, al menos a mí en este caso. Porque ahí estaba yo, en medio de la sala 216, como un pasmarote mirando fijamente los movimientos de Antonio Muñoz Molina.
Acércate, dile algo, es tu oportunidad, me dijo Ella casi igual de nerviosa que yo. Cómo un poetastro, respondí sin apartar los ojos de mi ídolo, un aprendiz de escritor en el precipicio va a acercarse a un gigante, a un maestro, para molestarlo y contarle alguna pachotada de fan histérico. Tanto respeto me provoca que no podría siquiera pedirle una simple dedicatoria en uno de mis libros, de sus libros. Dos veces más se cruzaron nuestras miradas, la mía alucinada y un poco estrábica, la suya edificante, inquisitiva. La mirada de aquel que lo ha visto todo y aún busca seguir aprendiendo.
Lo dejé marchar entre una miríada de turistas que cargaban con audio-guías parecidas a teléfonos vanguardistas. Quiero creer que mis ojos acosadores le asustaron. Quedé allí un rato sin saber qué hacer, huérfano de dioses sublimes e inalcanzables. Varios minutos después las manos me dejaron de temblar y pude continuar mi ruta donde la había dejado, con la proa mirando a Las Hilanderas.

No volví a encontrarme con él.

Le conté a Goya lo que me había pasado y como es sordo ni caso me hizo, así que salí a la noche de Madrid a comprar libros de segunda mano, a llorar cerca de los huesos de Cervantes, a recordar versos de Lope, a dar una vuelta por Tirso, a levantar mi vaso, en fin, para brindar por las oportunidades perdidas.

Marcos H. Herrero.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Tormenta de mayo.

Al arte que me ha dado tanto.

ESCRIBIR UNA PRIMERA NOVELA Y EL RUIDO QUE NOS SEPARA.