Noche de hotel.




A veces, desempolvo mi vieja máquina de remembranzas y desencuentros para viajar al pasado, a uno de esos hoteles de escasa clientela que cambian de nombre, cada vez más extraño y extranjero, con reiteración. A medio camino entre el lujo y la decadencia. Somos jóvenes y nunca hemos dormido juntos. Ella ha escogido este hotel por cercanía, no sé la verdad, juntando los pocos ahorros que su paga de estudiante le permite. Ha juntado su escaso efectivo, como digo, para pasar una noche de hotel conmigo, y eso es algo que hoy, después de tantas noches de hotel, me conmueve. 
Hay una mañana clara de sábado en el cielo cuando entramos por la puerta. El chico de recepción nos atiende solícito. Después de un breve papeleo nos dice que nuestra habitación es la 517. Al fondo del pasillo encontrarán los ascensores, quinta planta. No llevamos maletas, ni tenemos pinta de turistas ávidos por fotografiar la ciudad, ni mucho menos, tan sólo somos dos novios inexpertos que vienen a celebrar un amor primerizo lejos del asiento de atrás del coche, de los bancos de un parque sin luz. 
La cama es inmensa, huele a cloro de piscina, a desinfectante y un poco al amor de todas las parejas, supongo, que han celebrado su querer en ella, que han follado en ella, para que me entiendan. El baño tiene muestras de gel y champú, una bañera que utilizaremos después, un secador de pelo y unas toallas tan blancas como las de los anuncios de quitamanchas. Hoy todos estos detalles pasarían desapercibidos. Primera notoriedad del Tiempo, borrar sorpresas en apariencia triviales para no volverlas a convocar nunca. 
Enseguida abrimos la cama, revolvemos todo, y nos ponemos a eso que ustedes están pensando ahora mismo; a follar, para que no haya malentendidos entre ustedes y yo. Tanto mover las caderas nos da hambre así que bajamos a comer al primer restaurante que encontramos. Cuando nos sirven el primer plato yo tiro la botella de agua al suelo, puede que esté un pelín achispado, no me acuerdo, y ella ríe mi gamberrada, y la parroquia nos mira con desdén, pensando, seguro, que somos dos yonquis primerizos recién fugados de un internado para jóvenes problemáticos. Ella ríe, como iba diciendo, siempre se está riendo, de mis excentricidades e idioteces, de mis melopeas, sin importarle los pensamientos de la gente a su alrededor, ni la mala cara del camarero, sin importarle la vida siquiera. Si ahora, en esta tarde oscura en la que escribo esto, me preguntaran sobre Ella, diría que era feliz a mi lado. Y eso es mucho, mucho decir. 
Después de comer vamos al oscuro bar de nuestra juventud. Hubo un tiempo en el que cualquiera que quisiera encontrarme me encontraba en ese bar. Estaba allí a todas horas, desde que abría hasta que cerraba. Allí quedaba con mis amigos, con mis novias de 15 minutos, con la policía. Mil y una historietas viví en ese local, que publicaré en un libro, póstumo tal vez, para que la gente no pueda enviarme reproches, ni enfados, ni cartas bomba. Así que allí nos hallamos, Ella ha pedido una copa con sabor a chocolate, yo bebo un licor rebuscado, de esos que nadie bebe, para hacerme el interesante, el James Bond. Hay que ver las bobadas que hace uno para llamar la atención, para follar, ya me entienden; un intento fallido de suicidio, una llamada suplicante en la madrugada (cuando nuestro amor está ya con otro), pasar horas inútiles en un gimnasio, o acercarte a una barra y decir: “Yo tomaré un 100 Pipers con Ginger Ale en vaso bajo con dos piedras”. Para luego añadir: “Y no me lo cargues mucho”. Con guiño incluido al camarero. Otro guiño, más arrugado aún, es el que se te instala por dos minutos en el ojo derecho cuando te acercas la bebida a los labios. Eso sí, como buen matachín del cortejo detectivesco y misterioso, aguantaba estoicamente como si aquello me gustara. Y a decir verdad, como a la quinta copa, le acababas cogiendo el gusto a la bebida, las papilas gustativas haciendo turismo atolondrado por Escocia. 

La historia de mi vida resumida en unas cuantas frases. 

Digresiones metafísicas aparte. Al salir del bar le levanto la falda, Ella grita mirando alrededor. Estate quieto, dice entre risueña y enfadada. Un borracho con gabardina de cuero intentando meter mano a una colegiala inocente y virtuosa. Estampa digna de los pinceles de Caravaggio. Me pregunto cómo coño a estas alturas de mi vida he logrado esquivar una temporadita en la cárcel. Haciendo eses de beodos enamorados llegamos de vuelta al hotel. El recepcionista con cara de alucinado tiene el teléfono descolgado debajo del mostrador, por si acaso. Los vecinos se quejan de los golpes y de los ruidos guturales que salen de la habitación 517, y así hasta que, a punto de anochecer, yo me desmayo. 
El whiskey mezclado con Ginger Ale y removido con ejercicio desmedido es una mala combinación que provoca regurgitar hasta los cereales del desayuno (más sonidos indescifrables para los vecinos que no han podido echar siesta). 
Llegado este punto a mi máquina de remembranzas y desencuentros le sobreviene un ruido de tuercas oxidadas golpeando entre sí, como de coche que se acaba de quedar sin gasolina. Con la ayuda de un aceite corrosivo, un martillo y mi absoluta torpeza, logro que la máquina siga funcionando, vertiéndome imágenes en cascada sobre esta cabecita loca que orienta mis pasos. 
La imagen es difusa pero logro verme en la bañera del hotel, el agua está templada, yo mareado. Ella está conmigo y pasa una esponja llena de espuma por mi piel gallinácea. Cada cual tiene su ángel de la guarda, el mío es Ella. Hablamos sobre el futuro, compartiendo los sueños recién nacidos que nos quedarán por cumplir. Los míos son un poco absurdos; tocar la guitarra, escribir poemas, morir joven. Los suyos me dan pánico. Tan grandes y alcanzables que temo no estar en ellos, o no estar a la altura una vez llegado el momento, que para el caso es lo mismo. Somos demasiado distintos. 
En la alta noche, cuando los borrachos chocan contra los coches aparcados y silenciosos, y las musas vuelven a casa temerosas de que un rayo de sol atraviese las tinieblas, yo, entre resacoso e inconsciente, entre iluminado y estúpido, acabo metiendo la pata (cuándo no) con esta boca tan luz de discoteca. Diría algún exabrupto, alguna ordinariez de las mías, no lo recuerdo, prefiero darle al botón de Fast Foward de mi máquina de recuerdos. 
Su primera noche de hotel malgastada con un rufián que al cabo de los años escribirá unas palabras para colgarlas como ropa mojada en un blog que nadie leerá. Ni siquiera Ella. 
El recepcionista nos ve salir de madrugada, tal vez una discusión piensa. ¿Les puedo ayudar en algo? Lo cierto es que no. Hemos vaciado el minibar, yo llevo la gabardina, esa gabardina brillante con olor a noche derramada, llena de botellas pequeñitas que iré bebiendo de trago conforme la presión de los días laborables me agobie. Ella también lleva alguna que otra botellita, pero a diferencia de mí, las guardará en un cajón, o tal vez, las colocará suavemente en una de esas estanterías de su habitación llena de libros y cachivaches estrambóticos, para recordar los momentos de su primera y desventurada noche de hotel. 

Marcos H. Herrero.

Comentarios

  1. A veces ni siquiera sirve esa vieja cámara para recordar, porque a esas imágenes les ha faltado el fijador para que no se fueran difuminando con el paso del tiempo. Compruebas con espanto que los momentos de una vida se han ido diluyendo como si no hubieran existido jamás.
    Un fuerte abrazo, Marcos.

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