Cómo me gustaría no saber escribir.



El escritor que se encorva frente a un papel,
y con letra de médico miope
va dando vida a los personajes de una infancia
marcada por la falta de talento.

Busca palabras olvidadas en los callejones,
casi siempre nocturnos o ensangrentados,
y cuando no encuentra su botín efímero
roba a los maestros que tanto le enseñaron.

Abuelos de postguerra y payasos tristes,
filósofos y apóstoles corren en su cabeza
como niños revoltosos frente a un fotógrafo.
Quedaros quietos, ordena, que os tengo que escribir.

Casi sin tiempo emborrona, tacha, se equivoca,
imprime, corrige con boli rojo las faltas de ortografía,
la historia que quiere firmar pero no puede.
¡Qué escribir que no se haya escrito ya!

La frustración va unida a un oficio
muy poco valorado en estos tiempos,
dónde cualquiera que tenga economía,
o muestre un pezón en Instagram
podrá publicar un libro vomitivo
para fans virtuales y faltos de criterio.

A los demás no nos leerá nadie,
ni firmaremos contraportadas lustrosas,
pero tendremos el ineficaz orgullo
de haber buscado un don que se nos resistió.

Compro la frase de ese filósofo andaluz
que antes de firmar una sentencia de muerte dijo:
Cómo me gustaría no saber escribir.




Veo mi libro como la formación del doctor Manhattan, una aparición repentina, a veces luminosa, con nervios y músculos al aire, dando un grito y desapareciendo bajo una onda electromagnética que asusta a la gente de alrededor, en este caso a mí. Nunca acaba de materializarse. Cuando esto pasa la depresión se apodera de mis días laborables, ya de por sí dados a cualquier bajón. Querer mejorar algo que amas creando algo mejor es una paja irrealizable. O casi. 

Esta semana imprimí parte de mi libro para corregirlo, para verlo durante unos minutos cual doctor Manhattan, acunarlo, tenerlo en las manos y conocerlo mejor. La sensación al principio parecía gratificante, de camino a casa me creía un impostor que ya ha cruzado la barrera de seguridad con los bolsillos llenos de mentiras. Poco a poco la sensación se tornó en inseguridad. Cada vistazo al libro lo hacía más pequeño. Mi doctor Manhattan estaba a punto de desaparecer. 
Me senté a una mesa llena de libros para corregir esa sintaxis llena de Relámpagos. Cuando acabé la onda electromagnética me dejó una frustración, digamos desconcertante. Nada más. 

Al día siguiente aparecí el primero en una librería para comprar el último libro de Antonio Muñoz Molina, Un andar solitario entre la gente, no lo tenían. Fui a otra, tampoco. “Viene usted demasiado pronto”. Al final de la mañana logré dar con él, y, qué quiere que le cuente, la sensación fue mucho mejor. El tacto es apabullante, los renglones deslindados, la portada pulida, el lomo con ese verso de Quevedo, incluso huele mucho mejor que el mío. 
Todo esto me llevó a fabricar el poema de arriba, si a eso se le puede llamar poema, un regüeldo pesimista para desahogarme por tanta mediocridad, y por saber que después de todo la tierra no acogerá mi rodilla hasta no haber intentado un libro que huela como esas obras maestras que tengo encima de la mesa. 

Un doctor Manhattan que no se evapore en el aire.   

     Marcos H. Herrero.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Al arte que me ha dado tanto.

Tormenta de mayo.

ESCRIBIR UNA PRIMERA NOVELA Y EL RUIDO QUE NOS SEPARA.