Mi furia ardiente.



Él queda tendido en la calzada, casi no puede respirar. Yo subo al coche intentando no ponerlo todo perdido. Los nudillos y las botas llenas de sangre que no es mía. Con manos temblorosas llamo a emergencias, al colgar dejo la pantalla del móvil pintada de rojo. Creo que ha tenido suficiente. Si sale de esta no volverá a hacerlo. Mi suela aplasta su cabeza contra el asfalto. Se arrastra por el suelo, va dejando un reguero de sangre. Tiembla. Vuelvo a patearle el estómago, la bilis quema su garganta. Hay una mancha en la entrepierna de su pantalón. Está rendido. ¿Te ha quedado claro hijo de puta? Continúo pegando, mi rabia se desata ante el abuso a los indefensos. Él escupe esquirlas de dientes, sangre densa y negra como la injusticia. Miro hacia arriba, la noche se ha vuelto más oscura, es mi cómplice, tengo su beneplácito para seguir. Ojos de gatos me espían desde la maleza, satisfechos. Mi tibia le hace caer al suelo y retorcerse de dolor. Para, para ya por favor. Tiene la nariz rota y yo apenas entiendo lo que dice. Creo que ni me ha visto la cara, sus ojos están hinchados, mañana no podrá abrirlos, tampoco podrá comer. Oye gritos, blasfemias, una respiración fuerte que se acentúa en las zonas por donde entra el dolor. Intenta defenderse a base de manotazos, quitarme de encima. Su amigo, el que estaba grabando, le ha dejado solo, no hay nadie en la calle. Mi nudillo derecho se hunde en su pómulo una y otra vez, a ratos también el izquierdo, más duro aún, más incontrolable. Estás loco, yo no he hecho nada. Clavo mi furia ardiente en el que todavía permanece en pie. Algo me quema por dentro. Cobarde. Le intento agarrar por la camiseta, él suelta el teléfono y sale corriendo. Logro espetarle el codo en la nariz. Sigue grabando. Voy a por el que se esconde detrás de su móvil. Asustado se toca la nariz, retrocede. Hueso contra hueso. Golpes secos, rápidos, dañinos. Mi nudillo se hunde en su mandíbula. No negocio una palabra. Y tú quién coño eres. Me bajo del coche. En sus caras se refleja la bajeza moral, la falta de escrúpulos y educación, malditos retrasados. Uno de ellos sostiene el móvil, quiere inmortalizar la escena para colgarla en sus redes sociales. Son dos. Aprieto el volante, una furia descomunal se instala en mi nuca. Volviendo a casa lo veo, pateando a un gato callejero, indefenso. 

       Marcos H. Herrero. 

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