El diablo (y II).


Ella tenía el pelo color gris lívido, igual que el cielo de una mañana de tormenta, aunque no siempre fue así. Las manos temblorosas, la piel apergaminada, como el papel de las cartas de amor que nunca recibió. En casa vestía batas antiguas, coloridas, que ahora se pudren en el armario de una casa vacía. Ya en la calle lucía blusas elegantes, faldas recatadas. Olía a iglesia y a perfumes barrocos del siglo pasado. Le gustaba bailar y salir a tomar un par de vinos, o quizá tres, cocinar platos calientes para multitudes, juntar baratijas extranjeras sobre la mesa del salón, salir conmigo al parque que había cerca de casa para darle de comer a los patos. Me quería. Me quería mucho, tanto que su mayor deseo era verme convertido en sacerdote. Mi abuela era así, temerosa de truenos, de batallas, de Dios. Alegremente pintada hasta para ir a comprar el pan. Pasó casi toda su vida aguantando a un hombre inaguantable, remendando ropa usada, callando lo que no debía. Los últimos siete años de su vida Jesucristo la postró en una silla de ruedas y no por ello decreció un ápice su sonrisa, su amor al crucificado. Rezaba y rezaba y nunca le sirvió para nada. Cada vez que podía me llevaba a misa para el adoctrinamiento. Recuerdo las vaporosas tardes que pasé arrodillado sobre un trozo de madera barnizada, queriendo entender algo que allí nadie entendía, pues era la capilla de un geriátrico olvidado por el mundo. Persígnate, así, mira. Y cerraba los ojos para dibujar cruces por su frente y su pecho. Hijo, tú de mayor has de ser curita. Yo asentía y preguntaba por qué a mí no me daban la oblea, que tenía hambre. El día de mi primera comunión, después de la misa, me llevaron a su cama, intenté que me reconociera con mi traje barato, dos tallas más grande. Ya era tarde. 

Pocos meses después murió. 

Ya casi convencido, su muerte ahogó más si cabe las ganas de chantarme un alzacuellos, quince años de colegio salesiano fueron sal para una herida que me cerraría las puertas del seminario para siempre, frustrando los sueños de mi abuela. Hoy, que llueve y recapacito sobre estas cosas, creo que no hubiera sido un mal tonsurado. Por la rama del exorcismo eso sí, el diablo me atrae sobremanera. Debe ser edificante, cuanto menos, hablar con ese ángel caído e incomprendido, al que Dios, en un alarde de ira divina despachó al infierno por revolucionario. Emoción y tenebrismo en un mismo sinsentido. Llegar a una casa extraña con la música de Mike Oldfield, quitarte el sombrero lleno de lluvia, calmar a la familia. Menos mal que ha venido padre, se lo muestro. Y que se abra la puerta de una habitación al fondo del pasillo tras la cual habita un demonio haciendo brujería. Salgan inmediatamente, yo me encargo, y bajo ningún concepto hagan caso de lo que escuchen en estas paredes. Como un cruzado sin patria me haría cargo de la bestia. Ni agua bendita, ni crucifijos bendecidos por la franquicia papal, ni Biblia, ni latín. Mi método para expulsar demonios de cuerpos vacuos sería más o menos así: ¿Qué es lo que buscas ente pecaminoso? Vengo a sembrar el caos y la destrucción. Esto ya es un infierno, ¿no estás enterado? Este planeta se va a la mierda por sí solo, mira sino el telediario. Dándole al botoncito rojo del mando a distancia de una tele preparada para la ocasión atiborraría al demonio de noticias terroríficas. Ese del pelo oxigenado es el nuevo presidente de Estados Unidos, odio, controversia, racismo, plutocracia. Vendrán más no te preocupes. Ahí está un hombre que ha matado a su mujer. Cuatro niños le pegan a otro en la puerta de un colegio. La naturaleza se muere. Los animales sufren. Violencia, inseguridad, analfabetismo. Inmigrantes, putas y toreros. Para qué quieres venir al mundo si tu trabajo aquí ya está hecho. Psicología freudiana, barata, real. El demonio volvería a su abismo, acojonado tal vez por un desastre de mundo. La puerta se abre y yo salgo de la habitación acolchada con una niña enclenque entre los brazos, o un niño, dado el caso, que el demonio quiso convertir en Apocalipsis. Entre las lágrimas de la familia desaparezco de escena sin llevarme loas rumbo a un motel sórdido, a esperar otra llamada de la sección más secreta del Vaticano. Fumo junto a la ventana, pecado venial, viendo parpadear el rótulo medio fundido del motel, pensando en demonios, en Relámpagos, en mi abuela, que tanto me quiso, que tanto la quiero. ¡Ay abuelita! Si te enteraras de las bobadas que escribo...

        Marcos H. Herrero. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Al arte que me ha dado tanto.

Tormenta de mayo.

ESCRIBIR UNA PRIMERA NOVELA Y EL RUIDO QUE NOS SEPARA.