Desde un ayer demasiado presente.


Un chico mira cómo unos padres recogen a sus hijos a la salida de un colegio burgués. Ronda los 14, tiene parcheado el pantalón a la altura de las rodillas y posiblemente esté haciendo novillos. Siente envidia, quizá rabia generada por la impotencia de la mala suerte, nunca nadie fue a buscarle a ningún lado. Me acerco a él. Le pregunto si le gustaría ser como esos chicos, dice que sí, pero que al poco lo echaría todo a perder, se volvería inmodesto, contestón, maleducado. Todos esos críos, continúa, no saben lo que tienen, sólo se preocupan por llevar el pelo y la ropa a la moda, hacer los deberes y no pasar demasiado tiempo al ordenador los sábados por la tarde. Si necesitan cualquier cosa mamá y papá se encargan, les dan una paga, no saben qué es robar, ni pasar hambre, posiblemente no lo sepan nunca los hijos de puta. 
Habla mal, utiliza continuamente expresiones que aprendió en la calle, boca sucia y nudillos pelados, así se sobrevive. Yo no le regaño, me limito a caminar a su lado. A escucharle. Despotrica de su vida miserable, de la primera vez que el dueño de una habitación les echó, a él y a su madre, por no pagar. De que cuando vea a su padre se va a cobrar el abandono a base de hostias. 
Somos amigos desde hace tiempo y sé que lo que dice es cierto. Su padre les abandonó para irse con una puta de extrarradio, sacarla de la calle, casarse con ella, tener un hijo mejor que él. La madre cayó en una depresión que todas las tardes cura, o más bien empeora, con alcohol. Llega a casa tambaleante, vistiendo jerséis descosidos, no sabe de la vida de su hijo, ni de sus deberes. 
Aún así, su madre es la única que va a hablar con los profesores. Ellos le explican que el chico es un desastre, que apenas va a clase, que cuando va se pelea con los compañeros, que es desobediente, que no tiene ningún futuro lejos de un correccional o una cárcel. La madre calla, aguanta el chaparrón como puede. Al salir posiblemente pegue fuertemente a su hijo por la vergüenza causada. 
Tienes que pensar en tu futuro, le digo, yo, cuando era como tú sólo quería salir y engañar a las chicas de los cursos superiores, de profesión poeta, viviría en París rodeado de humo e intelectuales, de amantes y buen vino, y heme aquí, arruinado, trabajando en empleos que no me gustan para pagar deudas y aforismos. Los versos que escribo no los lee nadie y París cada día se aleja más y más de mí. 
El chico escucha, parece aprender, su mirada transmite comprensión pero jamás enderezará su vida, viaja hacia una autodestrucción imparable. La mochila que lleva a la espalda está vacía. Cree que el futuro es echar a perder los estudios. Craso error. Para cuando se dé cuenta será demasiado tarde. Quizá ahora un profesor esté suspendiendo a un niño absentista. Me pregunto qué pasaría si la suerte cambiara de bando, si las oportunidades, si el bienestar, recayeran en los que no tienen nada. Supongo que la cría de golondrina que ha caído del nido siempre odiará el confort de la guarida. Precoz su ansia de volar, mínima su esperanza de vida, tal vez muera en la acera, pisoteada, tal vez alguien haga nido con sus manos. 
De camino a la casa donde ahora le acogen entramos en un quiosco. Él busca por las estanterías mientras yo ojeo algunas revistas. Se decide por una bolsa de patatas y unos cuantos regalices. Le invito complacido. Cuando salimos saca de un bolsillo secreto de su cartera chicles, gusanitos y la revista que no me decidí a comprar. Comparte conmigo su escamoteado botín. Dice que muchas veces sólo come lo que roba en los supermercados, que su madre se gasta casi todo en alcohol. Está harto de ver tartas inalcanzables en los escaparates de las pastelerías. Sobre todo a la hora en la que cierran los comercios, y tiran a la basura productos caducados, y el estómago ruge debido a una larga carestía. 
En el fondo se arrepiente de ser un pequeño descuidero, creo que hasta siente pena por los dueños de los quioscos que tiemblan cuando ven aparecer esa cara de pícaro Oliver Twist, por eso no le suelto una perorata sobre el bien y el mal. Qué sabré yo. Una vez mis amigos y yo levantamos el cepillo de una iglesia, nos lo pasamos de puta madre, compramos pasteles y un paquete de tabaco. Sonríe sin parar. Esas son sus aspiraciones, abrir el candado de las velas del altar, empezar a fumar a escondidas, llenarse las mangas de la cazadora con gominolas. Vendrá un tiempo, cuando las cosas empeoren y el vértigo del precipicio le obligue a saltar, en que recordará estos días como una etapa de dicha y desorden. De añorada indolencia. De pequeñez grandilocuente. Entonces sonreirá. La felicidad se aprecia retrospectivamente. 
Ya en el portal nos despedimos. Su madre estará fregando los platos de la familia que a regañadientes le dan un sitio donde dormir. ¿Habrán dejado algo de comida al muchacho? ¿Es este mundo tan cabrón como para maltratar a un niño inocente? Ojalá sobreviva y en su futuro exista algo más que oscuridad y dolor. Ojalá una estocada cambie el rumbo de la batalla. 
Adiós Marcos, se despide un niño de la calle. Adiós Marcos, me dice un niño desde un ayer demasiado presente.


     Marcos H. Herrero. 

Comentarios

  1. Impresionante. Has sabido transmitir la intensidad de los dolores que decapitan y arrebatan al niño lo más suyo, que es la esperanza.
    Sí que es cabrón el mundo –un carnicero que se pasa el tiempo afilando sus cuchillos-, porque aquí no se trata ya de superar una embestida, sino a muchas, a todas las caben en una sangrante infancia.
    Un fuerte abrazo, Marcos.

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    Respuestas
    1. Hace poco un amigo de la infancia me dijo que iba a ser padre. Él sobrevive haciendo extras, su pareja está en el paro y viven en el extrarradio, llevan una vida muy difícil. El niño nacerá con pocas posibilidades. Me inspiró, recordándome un nacimiento muy parecido al mío. Ojalá la suerte acaricie a esos niños llenos de asfalto que nacen cerca de la muerte.
      Gracias por leerme Karima. Un abrazo.

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