Vidas pasadas.



He sido mirmidón a las órdenes de Peleo, padre de Aquiles. 
Bajo un arco del triunfo pasé, Vía Appia, viendo los laureles del cónsul Julio Cesar, que saluda ufano a la plebe, sabiéndose vencedor de resistentes galos, de adversarios que ya no molestarán más a la bella Cleopatra, magnánima ensayadora de venenos a su lado, que pisa por primera vez Roma. 
Vi como un dios estafó a un pueblo vendiéndole una tierra de la que no mana leche ni miel, sino guerra y sufrimiento. 
Allá donde la niebla convierte bravos guerreros en traidores, y hechizado por tres brujas inequívocas, maté a mi rey, atreviéndome a hacer lo que es impropio de un hombre. 
Junto a cordobeses, bandidos hambrientos y mercenarios Bereberes, saqueé Medina Alzahira, orgullo de un ladrón de campanas. 
Fui trovador cantando a una sorda princesa de castillo, desdeñosa ella, insistente yo, el amor medioeval está pasado de moda. 
Pirata de ojo tapado con parche negro, cimitarra reluciente de sangre inglesa, pasé por la tabla a ingenuos capitanes de goleta. 
Lazarillo primero, buscavidas después, lo único que mi existencia desdichada alegró fueron los versos obscenos de un poeta miope y misógino apellidado Quevedo. 
De vuelta en Roma vi a Borromini atravesado por su propia espada, aún vivo, descreyendo, entre alaridos, un fracaso que nunca fue tal. 
Cartero que no entregó la última misiva, de arrepentimiento llena, que escribió María Antonieta antes de que su cabeza se separase de su cuerpo. 
A golpe de whisky, y como celda una reserva mal construida, renegué de mis ancestros y sus enseñanzas. 
Si el domingo amanecía soleado, bailaba al son de las pinceladas de Renoir en el molino más alto de París. 
En la cafetería mejor acristalada de Nueva York, refugio de insomnio y soledades, ella me dijo que estaba embarazada. 
Coloqué flores en el cañón de un fusil, primavera revolucionaria con olor a clavel. 
Nunca serví como obediente camarero, me equivocaba en las vueltas, robaba propina, botellas, y mi sonrisa sólo era vista por los borrachos que tropezaban con el escalón. 
Hasta poeta, auto-proclamado, fui, de esos que se niegan a publicar en papel y sueñan con vidas pasadas, escribiéndolas en un blog rebosante de osadía por llamar a sus palabras Relámpagos.

       Marcos H. Herrero. 

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