Nadie será tu dueño.




Sopla ya muchas velas
la noche en que te conocí,
y desde entonces las suelas
de mis zapatos se gastan por ti. 

Por ti, gata sin control en Del revés,
precipicio con el vértigo más bello. 
Que tienes ciudades a tus pies
y aflojas la cuerda de mi cuello. 

Tan Gioconda en penumbra,
tan Valkiria pagana. 

Hermosa figura que encumbra 
una columna Trajana. 

Compañera de pupitre, 
lluvia septembrina rozando la bahía. 

Blanca piel con salitre,
té de media tarde y libro de poesía. 

Lento tren en marcha
que huye hacia la primavera,
cerveza con escarcha 
servida por escotada camarera. 


Afortunados mis labios que albergan tus besos. 

Después de tantos hoteles febriles, de camas manirrotas en pensiones decrépitas, de suites con vistas a tus piernas, aún lees lo que escribo. 
Luego de los taxis y los barcos que quisieron llevarte lejos de mí, dejándome en andenes con una ausencia poco soportable, aún escuchas cuando recito. 
Siempre volvías, llamabas a mi puerta de madrugada, con pelo mojado y ojos rojos. No he escuchado el aviso a pasajeros tardíos, te excusabas, mientras un avión emprendía el vuelo sin ti. 
Por eso mi manía de escribir, porque jamás vi ondear tu pañuelo blanco al aire de una estación, porque te debo muchos versos y esta tormenta lleva tu nombre. También lo hago por amor, por ese amor distinto a todo, antípodas de lo común; la más lista de la clase con el repetidor fracasado. Aquél día que a la salida de un cine ya derruido nos encontramos las calles colapsadas por la nieve, era febrero, los coches se tambaleaban borrachos, la gente resbalaba en las aceras y tú iniciaste una batalla de bolas que nos llevó a rodar abrazados por una alfombra de nieve. Ningún autobús nos pudo llevar al arrabal, hicimos noche en la habitación de un hostal, de cuyas dos camas sólo quedó vestida una. 
Se inventó el invierno para unir nuestros cuerpos. Con suave delectación hacia esa pulsera que una mañana te hizo llorar al escaparse de tu estrecha muñeca, me pregunto cómo me has aguantado tanto. Lo fácil que hubiera sido tirar la toalla, soltar mi mano en el borde del acantilado, perder tu inagotable paciencia. Sin embargo, sin embargo, abriste para mí la puerta de una biblioteca, de un museo, explicándome cómo una vieja fríe huevos o Spinola no deja arrodillarse a Justino de Nassau. El silencio de una catedral, la perfección del mármol, para después, tomando café en el bar de nuestra juventud clandestina, platicar sobre revoluciones igual de funestas que románticas. Creíste en el chico más perdido de la ciudad, sabías que detrás de esa pose de Sans-Culotte habitaban versos ambarinos. 

Tus ojos ven lo que el mundo rechaza, niña etérea, nadie será tu dueño. 

Es tan poco lo que yo puedo darte,
quizá la certeza de los lunes
o unos cuantos versos que corren
deshilachados por mis venas. 
Monedas pequeñas de propina tal vez,
una nube gris que vuela
entre mi ventana y esta luna de invierno,
la insistencia del tiempo perdido. 

Es tanto lo que tú me das
                    sin pedir nada a cambio,
los colores de un instante eterno
que brillan sobre un lienzo tocado por Goya,
la embriaguez como bandera
guiando a un pueblo destetado. 
Y un abrazo contra el frío,
y el sabor festoneado de tu pintalabios. 

Te esperaré todos los días,
a esa hora en la que el sol se esconde
detrás de los edificios más bajos de la ciudad. 
Me gustan las horas,
porque contigo recupero el tiempo perdido,
que se acaban dándote por no encontrada,
pero al final te leo. 

            Marcos H. Herrero.


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