Christmas lightning.





Lo mío con la Navidad viene de lejos. Nos odiamos mutuamente. Todas esas cenas de empresa y regalos y belenes y arbolitos me parece horripilante. La ciudad se vuelve villancico agreste, falsa felicidad, los borrachos beben más deprisa, el mercado es un caro trajín que come sin tener hambre, las luces de colores alumbran una miseria que nadie ve y los petardos asustan a los animales. 
Ella tampoco me trató bien, no evoco estas fechas como algo feliz, incluso en mi infancia, siempre fui un niño bastante distanciado con toda esta patraña, jamás encontré un regalo al despertarme, tal vez por eso anide en mí cierta nostalgia, cierta envidia a esos niños que de tantos regalos no saben con cual jugar. 
Sin embargo, recuerdo que de pequeño vivía en una habitación de alquiler, una habitación de una casa enorme, de diez alcobas creo. El ajetreo en Navidad era demencial, confeti, gritos, zambombas, regalos. Yo jugaba con mi primo, que vivía en una de las habitaciones más grandes del clandestino albergue, la mía estaba al final de un pasillo como de película de terror. Él era un niño gordo, consentido y maleducado, yo flaquito y callado, hacíamos una extraña pareja. Los dos teníamos un futuro escaso, gris, cuesta arriba. Con nuestra situación familiar de suerte podríamos aprender un oficio antes de acabar los estudios. Nuestros abuelos, se desvivían por Darío, así se llama mi primo, como aquel rey persa. Nunca entendí por qué, supongo que porque él fue su primer nieto, pero lo cubrían de regalos, en Navidad la casa se llenaba de Scalextrics, muñecos, coches teledirigidos, caballeros del zodiaco, robots a pilas, balones de fútbol. Muy cabroncitos los reyes magos se olvidaban de mí, ni carbón gastaban en mi árbol, si acaso una zancadilla. Pero qué árbol, si ni tenía. 
Darío no compartía sus fantásticos cachivaches aunque los tuviera en desuso o descansando después de una carrera, jamás dejó nada a nadie, así es el egoísmo de algunos niños, lo tienen todo y aún quieren más. A mitad de año los juguetes que no estaban rotos los había olvidado, era entonces cuando empezaba a escribirle la carta a los reyes, allá por agosto, y otra montaña de quieros y quieros, pedía cosas hasta en la postdata. Yo sólo he escrito una carta en mi vida, ocurrió hace bien poco, febril, medrosa, primeriza, de amor. Pedía un rescate, el mío, con papel y bolígrafo, como antes, no por esta entelequia moderna que es Internet. Tan mal escritor soy que la remitente tiró mi letra a la basura. Imagínese, amantísimo lector, las ratas del vertedero mordiendo mi primera carta de amor, pobrecitas, se intoxicarán de pasión. Sobredosis de Relámpagos lo llamo. 
Detrás de la puerta esperaba al rey Melchor con un stick de hockey para dejarle en su cabeza mi reclamación, nunca di con él, me dormía con el arma entre las manos. Ya de mañana despertaba en la cama, sin palo, sin ganas de trifulca, y mi madre me contaba que le había arreglado las cuentas al tal Rey ese, que al final soltó un muñeco barato o un bolígrafo de mil colores; y qué alegría, mis bolígrafos valían tres millones de pesetas más que los regalos de Darío, pues con ellos creaba historias para divertir durante todo el año a mi madre y a mis amigos. Así empecé a escribir, de la escasa tinta cromática que se le caía de una bolsa rebosante a un rey imaginario. 
Y no crean que protesto, no cambiaría mi miseria por todos los juguetes de Darío. La pobreza y el disgusto conducen por unos caminos hermosos, líricos, llenos de sueños frágiles e inasibles, caídas de las que te levantas una y otra vez ¡cuántas veces mi mano salió por la tierra del cementerio! En cambio la opulencia y el bienestar manejan por carreteras aburridas, sin curvas que zarandeen cuerpos y conciencias. Lo de la carta sí lo cambiaría, para un escritor es frustrante que no contesten a sus misivas de amor, pero ya hablaré de mi correspondencia en otro Relámpago, ahora el tema que nos ocupa, la fantasmagórica y maldita Navidad. 
Aunque este año todo es distinto me resistiré a ponerme gorro y soplar matasuegras, cuando los relojes marquen las doce y la gente se añusgue con las uvas, yo estaré encerrado leyendo algún libro que me lleve lejos de la última campanada. Sí, soy una especie de Grinch mezclado con Mr. Scrooge ¿qué pasa? Mr. Scrooge sí, el cascarrabias del Cuento de Navidad de Dickens, hay que leer más despistado lector ¿no ha escuchado nunca la frase "Soy el fantasma de navidades pasadas"? Pues es de ese cuentito acorde con este tiempo. Y como el fantasma no trajo poemita luctuoso, aquí estoy yo para confeccionar uno que os joda la Navidad. Vale.


Bolsas repletas, luces en las calles,
papel de regalo, compras y estrés. 
El arbolito está cargado de detalles
porque ya es Navidad en el Corte Inglés. 

Otra vez la boca llena de polvorón, 
el cura y sus repletos cepillos. 
Otra vez la barra libre del cotillón
te dejará resaca en los bolsillos. 

La tradición de llegar a casa borracho,
poner buena cara al cuñado pedante, 
y la gente cenando hasta el empacho
mientras en la calle pasa frío un emigrante. 

Papa Noel con tufillo de anteayer,
vestidos caros, tangas rojos, corpiños,
cualquier cosa vale para descreer
que ya no somos unos niños. 

La botella llena, el pesebre vacío,
disfrutad de vuestra corta ebriedad,
pronto descubriréis entre el gentío 
que ningún dios nace en Navidad. 

         Marcos H. Herrero.

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