Casablanca la bella.






La impuntual librería acaba de abrir, soy su primer cliente; sabía que serías el primero, dice el encargado mientras sube al mostrador una caja parcheada de etiquetas. El cúter rompe cartón y plástico, los nervios me delatan, las puertas del infierno se abren y de él sale brillante, aquilatado, el último libro de Fernando Vallejo. No necesito bolsa, lo huelo, huele a papel, a gris, a literatura. Lo toco, deslizo mis dedos entre sus páginas, admiro la tinta, los puntos, las comas. Una obra maestra en mis manos. De camino a casa leo sus primeras páginas entre empujones de personas que pasan a mi lado, pero ningún empujón borra mi sonrisa ni hace que levante la vista del libro, sólo un semáforo prohibido me obliga a subir los ojos de la letra impoluta. La gente pasa con prisa a mi alrededor, los coches llegan tarde a sus trabajos, nadie me ve, mi cuerpo camina entre ellos por las calles tempranas, mi mente vuela por una sintaxis lujosa, inabarcable. Ya en casa me acomodo, despejo la mesa, mis ojos vuelan de un lado a otro, la mañana avanza entre edificios, trae frío a mi ventana, nada importa, sólo estas palabras que ahora se reflejan en el brillo de mi mirada. La tarde me sorprende leyendo, despierto a Sabi de su siesta y comemos algo, le cuento todo lo que estoy aprendiendo, ella mira mientras leo en voz alta los párrafos que más me han gustado, las gatas adoran la literatura, nos tumbamos en nuestro oportuno sofá y mientras Sabi ronronea a mi lado yo llamo a la puerta de Casablanca la bella. El teléfono mudo brilla enfurecido, no estoy para nadie, que me busquen en los bares, en las aceras, en los tejados, no estoy allí, mañana inventaré alguna excusa. Mi hipnosis termina cuando la luz amarilla de las farolas invade la ciudad, en la noche de mi habitación llego al punto final, he pasado todo el día con Vallejo, ahora yo le debo algo. El camión de la basura ruge en los jardines, preparo café, un folio en blanco, la tinta de mi pluma está preparada, esto es para vos, maestro.



Con su letra furibunda cortas cabezas vacías,
pone la piel de gallina, desentona, estremece.
Manda un rayo al cielo cuando falsos Mesías
olvidan que Dios ya no está cuando amanece.

Con su voz suave y su contradicción,
con su sensibilidad y su dinamita,
nos conduce a una vida sin redención,
al corredor trasero de Santa Anita.

El castellano puede ser un gran idioma,
santo patrón de los tímidos maricones,
a tus libros no les falta ni una coma,
si he de morir que sea en tus renglones.

El fuego secreto es carrusel de amores,
El desbarrancadero la muerte de Darío,
Entre fantasmas los muertos sin errores,
y mi corazón que es más tuyo ya que mío.

Ayúdanos a respetar a los animales,
sigue escribiendo, muérete de viejo,
ábrenos los ojos, asesina cardenales,
ojalá leas estos versos maestro Vallejo.


   Marcos H. Herrero

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