Blue moon.






El rayo de luz cruza la sala oscura, transporta brillos indecisos, se desliza en la oscuridad, parte de una pequeña ventana donde habita una sombra desconocida, cuidadora del mágico haz. El rayito se expande antes de llegar a su destino y cuando llega explota en la blanca pantalla haciendo un arte maravilloso, iluminando caras perplejas, mostrando mundos e historias que sólo veremos en esta negra sala.

Características letras blancas sobre fondo negro, jazz pasado de moda, sonrío, siempre una letra parecida, siempre una canción distinta y tan sólo eso me arranca la primera sonrisa de mi tarde de cine. Hoy Woody Allen nos lleva a la sórdida montaña rusa de los ricos, a la monótona e interesante vida de los pobres. La cámara se mueve entre el ir y venir del latido de San Francisco, calles atestadas de gente, taxis amarillos, diálogo vibrante. Al parecer Jasmine, pura Blanche DuBois de Tennessee Williams, está en la ruina y los bajos barrios donde vive su desdichada hermana son poco para ella, habla sola, no tiene más que vodka, prozac y una exacerbada concupiscencia. Recuerda días pasados donde su crapuloso marido la callaba con diamantes. Tejemanejes, traumas y una cama con dosel, paisajes que dilatan pupilas, actuaciones y un guión memorable para sentir pena de la que se ha quedado sin un dólar. Aprendiendo que el éxito es inasible para las cajeras de supermercado, pienso en algo de mi vida que se parece a la última escena de la película. El jazz vuelve cuando aparecen los créditos finales, salgo de mi ensimismamiento, me levanto y veo la mitad de mi silueta en la pantalla, hago burla al cansado haz de luz mientras asimilo esta sensacional película, salgo al frío de la calle, cojo su mano y la llevo a un restaurante donde de fondo se escuche Blue Moon.


Marcos H. Herrero

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